Hay seres que van por la vida quejándose por todo y por nada a la vez. El malhumor permanente los caracteriza. Ya es casi su profesión. Tienen un techo, la salud no les falta, pero lo mismo buscan, tal parece, un motivo para estar cuestionando hasta el propio aire que respiran. Son insufribles y nadie los quiere como amigos.
Naturalmente, estar al lado de esa clase de gente puede llegar a ser a veces perjudicial para la salud. ¿Por qué? Pues porque el ser humano quejoso te va infectando el ánimo y puede convertirte, si no tomas algunas precauciones, en alguien bastante parecido a él.
Se queja demasiado cierta gente, en vez de dar gracias a Dios por el pan de cada día y hacer algo útil por los demás. No mira, no considera siquiera que existen niños desnutridos mendigando en las calles, haga frío o calor.
No toma en cuenta la necesidad económica que aflige a tantas personas que ya no saben qué hacer para traer la comida a su hogar. No parece enterarse esa gente tan adicta a la queja de la carencia absoluta de salud de muchos niños de muy tierna edad, que tienen los meses contados y están en sus lechos mirando el techo, mientras sus padres apelan a la solidaridad de los vecinos para comprar medicamentos. No le importa en lo más mínimo que haya tantos individuos que terminarán sus días en una cárcel, en condiciones infrahumanas y con el “castigo adicional” de alguna enfermedad crónica. No sabe ni quiere saber de la existencia de ancianos que pasan sus horas en blanco, masticando una soledad espantosa e inmerecida. El quejoso vive para su queja diaria. Estando bien piensa que está mal. Si no hay un motivo para justificar su malhumor, lo inventa. Amarga grandemente a los suyos.
No hace un esfuerzo por cambiar. Le cae mal el aire. Le molesta todo y se irrita fácilmente. Su urgencia es su queja. Su remedio es su queja.
Contamina su entorno. Su ánimo se altera con rapidez si la comida no tiene suficiente sal y trata con pésimos términos a la empleada doméstica. Le fastidia la risa de los otros. Si le cuentas algo lindo, no le importa.
Apenas saluda. Todo le parece que está horrible. Lo recto ve arqueado. Lo blanco toma por negro. El azúcar le sabe a salmuera. Se entretiene desinflando la esperanza de los optimistas. Patea al perro. Patea la vida.
A aquellos hombres y mujeres de naturaleza tan quejosa, les digo con mucho respeto que deberían hacer el esfuerzo por dejar tal hábito y tratar de observar la vida con una actitud diferente. No pasen por este mundo sumergidos en los pozos de la quejumbre sin hacer algo por su prójimo.
Cuidado. Mucho cuidado. Que no sea que después de haber partido a otras esferas, la gente los tenga en pésimo recuerdo y digan cosas de este calibre: “Dios mío, qué carácter tan podrido tenía ese tipo”, “Cuando lo escuchaba hablar y destilar su mala onda, no veía el momento de rajar de su lado”, “Al verlo aparecer y sabiendo que solo buscaba plaguearse, quería sinceramente que la Tierra me tragara”, “Llegué a odiar su trato. Finalmente fue un descanso para mí que haya muerto”.
Conocí a una persona que se quejaba sin motivo alguno. Observaba yo que no buscaba, no procuraba la manera de sentirse bien. Envidiaba con todo su espíritu a aquellas personas que eran felices e íntimamente les deseaba el mal. Poseía un buen empleo, una familia bien constituida y no le faltaba la salud. No hizo mayores cosas por nadie, salvo fastidiar hasta lo indecible a su entorno. Un buen o mal día murió. Y eso es todo. Nada más.