06/04/2013

En Brasil el precio de la fe se paga con poder político

Por Eric Nepomuceno
Página/12

La alianza entre fe, dinero y poder existe desde siempre, por supuesto. Al fin y al cabo, en muy tempranas eras quedó claro que explotar a los desvalidos, desesperados y miserables es seguro y rentable. Tanto es así que la Iglesia Católica sentó los precedentes en materia de enriquecerse a través de la fe. Los nuevos evangélicos, sin embargo, supieron ser más ágiles y seductores, y en las últimas tres o cuatro décadas rápidamente se llenaron de dinero y también de poder político.

Hoy día, son ambicionados por todos los partidos brasileños en búsqueda de alianzas. El Frente Evangélico Parlamentar es la segunda mayor bancada en el Congreso brasileño, superada solamente por la de los ruralistas, que defienden –con la frecuente adhesión de los evangélicos– los intereses del agronegocio.
Entre las muchas sectas, una merece ser destacada. Basta con recordar que la más actuante y lucrativa multinacional brasileña no es la estatal Petrobras, ni la minera Vale, y menos aún el Banco Itaú. Es la Iglesia Universal del Reino de Dios, una secta pentecostal creada en un garaje de suburbio en Río de Janeiro por un antiguo funcionario de los correos llamado Edir Macedo, que en 1977 se autotituló obispo.

A propósito: conviene recordar que en Brasil es muy fácil conquistar ese título. Hay cursos por correspondencia y un diploma de pastor vale como 250 dólares. El de obispo es más caro, unos 400 dólares, pero el retorno es seguro y rápido.

Las leyes brasileñas aseguran exención de impuestos, y la libertad de culto está asegurada por la Constitución. Basta con registrar una iglesia para empezar a gozar de los beneficios constitucionales. Fue lo que hizo Edir Macedo hace 36 años, cuando creó lo que hoy es un gigante en el comercio de la fe.

Su secta está presente en Argentina y Costa Rica, en Panamá y México, en Uruguay y Colombia, en Ecuador y Puerto Rico, en Portugal e Inglaterra, en Angola y Mozambique, en Estados Unidos y en Japón, en India y Rusia. En total, la Universal del Reino de Dios actúa en más países que la cadena McDonald’s.

En Brasil, además de cinco mil templos, es dueña de la segunda mayor red nacional de televisión, controla cinco grandes diarios de provincias, tiene más de 80 emisoras de radio que cubren 75 por ciento del territorio nacional, una agencia de turismo, otra de publicidad, otra de taxis aéreos y un sinfín de empresas. Todo eso gracias a las contribuciones de los fieles.

La Universal del Reino de Dios es un fenómeno, pero no es el único. Más y más iglesias pentecostales brotan a cada semana como hongos después de la lluvia.

El poder económico de los evangélicos alimenta su capacidad de movilizar fieles y, en consecuencia, su poder político. Marcelo Crivela, un sobrino de Edir Macedo igualmente autonombrado obispo, obtuvo como dádiva el Ministerio de la Pesca en el gobierno de Dilma Rousseff. Jamás vio un pescado crudo en la vida, pero ganó la cartera gracias a que su partido aceptó integrar la alianza de respaldo a la presidenta.

En el Congreso, la bancada cuenta con 68 diputados y tres senadores. Entre ramos tradicionales y sectas nacidas de la nada, la Asamblea de Dios tiene 22 parlamentarios, la Iglesia Bautista once, la Presbiteriana ocho, la Universal con siete, y las demás reúnen otros veinte escaños. Son neopentecostales el líder del PMDB, mayor partido brasileño y principal aliado del PT, en la Cámara de Diputados, y los ultraconservadores evangélicos se muestran especialmente activos en las comisiones parlamentarias.

Una de ellas, la de Derechos Humanos, está presidida, gracias a la desidia de los demás aliados, por el pastor Marcos Feliciano, del PSC, partido vinculado con la Asamblea de Dios. Feliciano es un fundamentalista rabioso, que enfrenta procesos judiciales por racismo y homofobia. Peor: de los 18 miembros de la comisión que trata temas como el derecho al aborto, al casamiento entre personas del mismo sexo, la ley de prostitución o la defensa de los homosexuales, 14 son evangélicos ultraconservadores.

La tendencia nítida es que el poder económico de las sectas evangélicas se fortalezca y que, al mismo tiempo, aumente su actuación como grupo de presión social y, por lo tanto, de fuerza política. De los 42 millones de fieles brasileños, la inmensa mayoría pertenece a las clases sociales más bajas, que ahora son llamadas emergentes gracias a los programas de inclusión llevados a cabo primero por Lula y ahora consolidados por Dilma Rousseff. Grandes industrias concentran sus atenciones en ese segmento, y se asesoran con líderes religiosos para lanzar productos direccionados especialmente para los evangélicos. De celulares a computadoras, de jabón de tocador a publicaciones, los fabricantes buscan presentar productos diferenciados para atraer a esa inmensa clientela.

En la política, es más fácil. Lo que quieren los evangélicos es lo mismo que los demás: poder, espacio. Y, por lo visto, son cada vez más exitosos en sus afanes.

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